Por Juan Fco. Mota Padilla
ES LA CORRUPCIÓN -la maldita corrupción- el gran mal que aqueja al sistema político mexicano. No es para menos, la contraprestación de servicios a cambio de prebendas y beneficios políticos y económicos, siempre ha sido moneda de cambio para la articulación y estabilidad de la gobernanza del país. Ya lo decía el General Álvaro Obregón: “No hay quien resista un cañonazo de 50 Mil Pesos”.
LASTIMOSAMENTE pareciera que el sistema político siempre se ha regido bajo la premisa de que la voluntad, los principios e ideales tienen precio; y cuando no, la oferta a negociar se reduce a “cárcel o plomo”. Desde el inicio de la vida independiente del Estado Mexicano, las facciones políticas en disputa del poder, encontraban solución a sus diferencias, siempre con negociaciones económicas de por medio.
CUANDO ESTO no ocurría, prevalecían los enfrentamientos armados y el derramamiento de sangre. Después de la Revolución Mexicana, la práctica y la negociación política se hacía dentro de las paredes de un mismo -y prácticamente único- instituto político. Ahí se determinaban candidaturas y posiciones; se distribuían el territorio y se brindaban “negocios”, a cambio de permitir el reencauzamiento de la vida institucional de México y, a la par, poder concretar el programa de gobierno tanto de la Revolución como del Presidente en turno.
LA CORRUPCIÓN era un mecanismo de control político, que evitaba a los “enemigos” y privilegiaba el “acuerdo” y la “negociación”. De este modo, la corrupción se volvió parte de la cotidianidad política de México. Era un medio para conseguir un fin -quizá- más valioso: la gobernabilidad y la pacificación de México. Sin embargo, el paso del tiempo hizo que esta práctica cobrara aún mayor relevancia que el mismo propósito que le dio origen. Hoy pareciera que la gobernanza y el proyecto de nación están al servicio de la corrupción, así como de las pasiones y apetitos de cuatreros disfrazados de políticos que, desgraciadamente, han arribado al poder a través del sistema democrático y sin distingo partidario.
LA CORRUPCIÓN no distingue entre ideologías, partidos, facciones ni principios, pues se incrusta como lapa y contamina todo lo que toca. Nadie, ni siquiera esos que se auto proclaman como impolutos y sus círculos cercanos, se salvan de ser corrompidos. Se ha vuelto común denominador en la clase gobernante y característica de la política nacional.
LA DEMOCRACIA se aprecia como la culpable de haber abierto la caja de pandora y de haber permitido el acceso de bandidos que dejan de lado sus responsabilidades gubernamentales, para hacerse -rápido y sin esfuerzo- de groseras fortunas al amparo del poder público. La gente así lo percibe, lo resiente y lo condena. Son pocas las personas que creen en el gobierno y en sus instituciones, pues en las últimas décadas, se percibe que éstas ya no tienen utilidad real para la población.
EL GRAN MAL de este sexenio es, sin lugar a dudas, la grosera corrupción de la clase política y gobernante. Cualquier acción de gobierno, por más benéfica y positiva que sea, ya está empañada -a priori- por este mal. Ya nadie cree ni confía en el gobierno, lo que va en detrimento de la democracia y en abono a las aspiraciones dictatoriales de oportunistas que se auto proclaman como impolutos, honestos y poseedores de una autoridad moral que sólo les brinda la mercadotecnia y la fe ciega de sus feligreses.