Enviado por Andrés A. Aguilera
Aún y cuando oficialmente no inicia la contienda política por la Presidencia de la República, los partidos políticos enfilan sus esfuerzos para determinar quiénes serán sus contendientes por tan ansiada posición.
La mayoría de los partidos (salvo aquellos en los que existen procedimientos antidemocráticos y de imposición), presentan luchas intestinas entre los grupos internos para definir, entre procesos, elecciones, encuestas, gritos y sombrerazos quien los representará en las urnas como candidato a la Presidencia para después, abrir paso a la definición de los escaños y sitiales en los órganos de representación popular.
Descrito de esta forma, pareciera que vivimos en una “normalidad democrática”, en la que expresiones políticas de derecha, centro e izquierda ordenan sus documentos y, con base en ideologías, definirán su plataforma electoral que le servirá de base para lanzar sus propuestas para que la ciudadanía las valore y se incline hacia uno u otro de los institutos políticos.
Desgraciadamente, la realidad dista mucho de ser así.
Hoy por hoy la cuestión político-electoral nacional se ha enrarecido de tal forma que, a la vista de cualquiera, la lucha por la Presidencia de la República se volverá un pleito encarnizado entre antipatías.
Por un lado tenemos un “antipriísmo” muy definido y profundamente arraigado en la sociedad, atizado por los lastimosos escándalos de corrupción e impunidad que se han vivido en los últimos años.
Por el otro, un anti-lopezobradorismo, también con mucho arraigo, generado por el miedo al populismo y a las posturas radicales e intransigentes que ha mostrado durante su transitar.
Estas dos posturas “anti” serán las que definan al ganador de la elección presidencial de 2018. No serán las ideas; ni las dotes de oratoria; ni la inteligencia o cultura de quienes se postulen.
La definición estará entre quien tenga menos negativos para con la sociedad; quien sea menos impopular y no -como se esperaría en la moderna civilización- quien muestre al electorado tener mayor capacidad para gobernar o quien presente mejor sus ideas del rumbo que debe seguir el país.
Estoy consciente que esto no abona a despejar el “mal humor social” que prevalece en México; es más, estoy convencido que el ambiente de animadversión a lo político seguirá creciendo, más que por verdadero hartazgo será por estrategia electoral de quienes serán los punteros, pues siempre resulta más fácil defenestrar que convencer; es más sencillo generar odios que reforzar coincidencias y afinidades.
El panorama dista mucho de ser alentador. Desgraciadamente no puedo encontrar nada bueno en lo que muestra el horizonte político, pues la sociedad mexicana y -en general- todas las del mundo, padecen del mismo mal: desilusión, desdoro y encono en contra de la política y la cosa pública.
Nos estamos acercando, peligrosamente, a una dictadura impuesta por aclamación, fundada en el enojo y la desilusión.